Practicante en acción

Practicante en acción

jueves, 27 de agosto de 2015

El hombre regadera

En la puerta dice “baño público”. Alumnos y apoderados, profesores y practicantes, funcionarios diversos, todos utilizan este baño. Imagino que hay más baños en el colegio, pero por algún motivo todos terminan acá, en la esfera pública de los inodoros.
La manilla para tirar la cadena es pequeña, el espejo es pequeño, el estanque es, también, pequeño, la barra de jabón en el lavamanos no se ha hecho más grande con el tiempo. No tiene ventana. A modo de ventilación, en la parte inferior de la puerta hay una rejilla que da al pasillo. Imposible cagar y pasar piola, y mi único proyecto de vida es pasar piola.
Es mi turno, cierro la puerta con llave. No alcanzo a sacar la tula afuera y ya están golpeando y preguntando si está ocupado. Saben que pasé recién, saben que llevo tiempo haciendo la fila, por qué no me dejan mear en paz. Me pongo nervioso, se me caen unas carpetas al piso mojado, prefiero pensar que es agua.
Siguen tocando la puerta. Intento concentrarme y pensar en otra cosa, pero no sale nada. Mijito, el baño es público, me recuerda una vieja afuera. Abro la llave del lavamanos, eso ayuda, el pichí comienza a salir, es un pichí denso, un concentrado de pichí, un pichí mañanero, por llamarlo de alguna manera. Miro al cielo y respiro aliviado, pero al bajar la mirada me doy cuenta que no es un chorro de pichí, son muchos y en distintas direcciones. Estoy meando en 360 grados, sin darme cuenta me he convertido en una regadera humana.
En el pasillo, camino más encorvado de lo normal, si avanzo rápido, creo que puedo disimular la mancha húmeda de mis pantalones. Me quedo al lado de la escalera, intento que un rayo de sol me pegue en el muslo, pero el sol de invierno no ayuda en las labores de secado.
Suena el timbre para volver a clases. Una niña observa la mancha de mis pantalones con curiosidad. Ella siempre es la primera en llegar a la sala. De hecho, nunca se aleja mucho, se queda todo el recreo al lado de la escalera o caminando sola por los pasillos. En su cara se asoma un poco de bigote, pero no es como el de Frida Kahlo, quiero decir que no es un bigote cool, es más bien un bigote frondoso y sin mucha forma, probablemente, la niña no se ha dado cuenta que apareció, probablemente, a la niña le gusta llevar bigote, quién sabe, yo igual no le he preguntado, ella no habla mucho con nadie.  
Profesor, ¿se meó?, pregunta un niño. No, es agua, respondo con una sonrisa nerviosa. Me siento al fondo de la sala, tapo mis pantalones con el delantal lo mejor que puedo y me cruzo de piernas. Le pido un poco de colonia a un alumno y me echo cáscaras de naranja en los bolsillos, con el objetivo de disimular el olor a meado, pero el resultado no es bueno.
Mi estrategia consiste en permanecer en un lugar, lo más quieto que pueda, hasta que alguien diga en voz alta que siente mal olor, en ese momento, camino hasta el otro extremo de la sala, así sucesivamente.
El curso trabaja en grupo, con ejercicios que pretenden desarrollar la empatía. Las actividades son del tipo: Le pegas un pelotazo en la cabeza a tu compañero, ¿qué haces?, mientes y dices que no fuiste o reconoces tu error y pides disculpas. Si la respuesta del estudiante es pedir disculpas, todos lo aplauden, mucho, mucho tiempo aplaudiendo el sentimiento de culpa.
Hay una niña llorando, le pregunto qué pasa, me dice que tiene problemas familiares. Está sola en una esquina de la sala, mientras el resto trabaja en los ejercicios para desarrollar la empatía. La niña con bigote no tiene grupo, trabaja sola, atrás, mientras el resto del curso desarrolla la empatía. El niño con asperger mira fijamente el vacío, mientras el resto, desarrolla la empatía. Yo escondo mi propio olor, pero el olor a orina rancia siempre se impone.


domingo, 16 de agosto de 2015

No es país para tímidos

Hay un libro que se firma al entrar, y otro que se firma al salir, me dice mi profesora guía. No recuerdo haber firmado ninguno de los dos, le digo. Ella pone cara de preocupación. ¿Dónde están esos libros?, pregunto. En la entrada, al lado de la secretaria, me dice y se tapa la cara con la mano, como diciendo: cómo tan hueón este practicante que no sabe que hay que firmar antes de entrar y salir del colegio.
Hay un horario para sacar fotocopias, y otro para retirarlas, me dice la secretaria. Entiendo, le digo, aunque en realidad, no entiendo nada, le pregunto si acaso puede hacer una excepción porque las fotocopias son urgentes. La secretaria medita un momento. Luego, me dice que en este colegio las cosas no andan al lote. Puedo sacar las fotocopias yo, le sugiero. Me responde negativamente con la cabeza. En este colegio hay una persona designada para ese trabajo, solo ella puede sacar las fotocopias, me informa la secretaria. ¿Y quién es esa persona?, pregunto. Yo, responde ella. Vuelve en un rato más, agrega.

Hay cuatro alternativas, pero una sola es la correcta.
Hay una respuesta verdadera, y otra falsa. La falsa se justifica, la verdadera, no.
Hay que escribir sobre las líneas punteadas.
Hay que salir de la sala en el recreo.
Hay un momento para comer, y otro para dejar de comer.
En la sala el estudiante participa, pero no demasiado.
En la vida se debe ser feliz, pero no demasiado.
En la sala puedes estar triste, pero con mesura.
No puedes gritar ni en el patio ni en el pasillo ni en el baño. La desesperación no está alineada con el currículum nacional de educación.
Ni la muerte ni el amor, en el siglo XXI, son temas relevantes ni en el colegio ni en ninguna otra parte.

¿Sabes cuál es tu problema?, pregunta mi profesora guía. Me quedo en silencio y pienso en muchas cosas. Nunca leí Rayuela ni Moby Dick, son muy largos, tengo un problema con eso, si no puedes decir algo en cinco párrafos, dudo que lo vas a poder decir en mil páginas, aunque la profesora creo que se refiere a otra cosa, no está hablando de la dificultad que tengo al leer a los clásicos.

Hay un cajón donde se guardan las fotocopias, ¿sabías eso?, pregunta la secretaria. Realizo un gesto negativo con la cabeza. ¿Cómo no sabe eso?, se pregunta a sí misma. Miro la corchetera sobre el escritorio, luego, un tazón. Quiero pegarle en la cabeza con algo a mi interlocutora, evalúo nuevamente mis opciones. El tazón de loza debe doler más, pero la corchetera parece un arma más sofisticada.
La secretaria se agacha buscando el cajón. Sobre una repisa veo una pila de resmas de papel, sería tan sencillo mover una resma y dejar que el resto caiga accidentalmente. El cajón está con candado, me comunica la mujer. ¿Quién tiene la llave?, pregunto. Ester, la bibliotecaria, pero no ha llegado, responde la secretaria. Y nadie más tiene llave, agrego con incredulidad. No, responde ella.

¿Sabes cuál es tu mayor falencia?, pregunta mi profesora guía. No he visto El ciudadano Kane, que para muchos es la mejor película de la historia, pero no creo que la profesora se refiera a eso. El año pasado me perdí el recital de Arcade Fire, mi grupo favorito del último tiempo, pero tampoco creo que esté hablando de eso.

¿Sabes cuál es tu mayor debilidad?, pregunta la profesora guía. Cuando juego fútbol, mi remate de media distancia tiene poca potencia, tampoco voy muy bien al cabezazo, pero no creo que la profesora hable de eso.
¿Sabes cuál es tu mayor dificultad? Que soy un ser humano en el siglo XXI, un mamífero que despierta con el pene erecto y no sabe por qué, un animal que no sabe cómo sobrevivir en el mundo, pero estoy casi seguro que la profesora apunta hacia otra cosa.

¿Sabes lo que te hace falta? Manejo de grupo, respondo. Sí, claro, dice ella. Yo sé que tu forma de ser es así… se queda en silencio esperando que yo complete la oración, pero no digo nada y dejo que encuentre algún sinónimo para matizar lo que piensa de mí, esto es: huevón. Introspectivo, dice ella, silencioso, tranquilo, pero en este oficio hay que imponerse, hay que hablar firme, hay que gritar. Tengo miedo que te devoren, los alumnos te van a comer, me advierte. ¿Qué puedo hacer?, pregunto. No sé, tampoco es algo que se aprenda en dos semanas ni en dos meses ni en dos años ni en veinte.  

  

jueves, 6 de agosto de 2015

La confesión de un practicante granuja

Quédate en mi departamento una semana, si quieres. Me dicen cuando llego a algún lugar. El problema es que tengo problemas para medir el tiempo, la relatividad que le llaman, Einstein y todo eso.
La semana original se puede tranformar en seis meses de dormir en un sillón cama. Cuando tengo algo de dinero, pago el almuerzo o alguna cuenta. También recuerdo haber limpiado el baño y la cocina alguna vez, pero mi mayor aporte en la vida consiste en pasar desapercibido, cosa que me sale bastante bien.
El sillón cama donde duermo tiene una mancha de sangre que está seca, pero aún así da un poco de asco. Cuando duermo hacia mi lado derecho, es lo primero que veo al despertar. Samuel, el dueño del sillón, dijo que un amigo había dormido con una niña que andaba con la regla y por eso el sillón había quedado así. Tapo el círculo rojo con un cojín y pienso en otra cosa o no pienso en nada, aunque eso ya es más difícil.
En este departamento hay dos baños, uno está malo y es utilizado de bodega. A las diez y media de la mañana, más o menos, del baño malo emana un olor a mierda importante que cumple la función de despertador los fines de semana.
Miro unos pedazos de pizza sobre la mesa. Me los ofrecieron ayer, pero dije que no, que estaba bien, que había tomado una rica once, rica once que consistió en un vaso de harina tostada con agua. Me acerco y siento el olor a queso, tomate y orégano. Se abre la puerta del departamento, viene gente, cierro la caja de la pizza rápido, como si me pillaran robando.
Me duele la espalda. Cambié el sillón por un colchón inflable, pero perdió todo el aire durante la noche y terminé durmiendo en el duro suelo. Probablemente la gata le hizo un agujero. Camino por el living sin pantuflas y al dar unos pasos siento la alfombra húmeda. En el lavamanos hay una fuga de agua que controlamos con toallas y camisas viejas, pero parece que esta vez no fue suficiente.

Abro la puerta de una pieza chica que no se abre nunca, debido a la gran cantidad de cachureos que hay en ella cuesta mucho cerrarla, y saco dos bolsas de basura en las que guardo mi ropa.
Abandono este amable cuhitril y salgo en busca de otra madriguera, la mancha de sangre se queda, el practicante se marcha.
Oh, practicante, hipócrita practicante, qué tanto planificas si en la tarde no tienes un techo para dormir. Practicante granuja, hipócrita practicante, no busques un remedio para la melancolía ni la manera de secar tus calcetines mojados por la lluvia en tus power point. Da igual si estás en Santiago o Hualpén, tus dos bolsas de basura con planificaciones no conmueven corazones, así que yo vuelvo a preguntar, qué tanto planificas, hipócrita practicante.
No todos saben cantar, no todos pueden ser manzana y rodar  a los pies de los demás, decía el colega Esenín. Yo agregaría que no todos pueden ser pizarra y no todos saben divagar y no todos saben ser practicantes por toda la eternidad y por sobre todo, no todos saben llegar a la hora de once donde Reinaldo, hablar de Movimiento Urbano Rural y al mismo tiempo llenar la panza con mermelada artesanal de frutilla.
Qué pretendes, granuja practicante, hablando de arte con el colega Reinaldo, si lo único que está en tu mente es el manjar sobre el cuchillo y el cuchillo sobre el pan tostado.
Qué tanto planificas, hipócrita, si vas al cine y no entiendes Los Minions, cómo esperas trabajar con Shakespeare o Cervantes.

Esta es la suprema confesión que puede hacer un granuja o un practicante o un granuja practicante.