“Tu mamá es tan vieja
que hasta el pichí le sale arrugado”, dice el humorista a su compañero, quien
responde, “y la tuya es tan vieja que se tira un peo y salen murciélagos”. Es
año nuevo y me paseo por los canales de televisión abierta, iniciativa siempre
arriesgada, sobretodo en esta fecha. Caigo en Kike Morandé, el programa hace un
repaso de sus últimas 15 fiestas de año nuevo. Toda la gente hace el conteo
clásico, 10, 9, 8…1, ¡Feliz año nuevo!, grita Morandé y todas las modelos lo
abrazan, se ve el poto de las chiquillas muy cerca de la cámara y la cara de
kike Morandé al fondo sonriente, con una botella tirando espuma en la mano,
finalmente, empieza la música, “un año más que se va…”, luego todo de nuevo,
pero al año siguiente, el conteo, Morandé gritando, las chiquillas abrazándolo,
potos, tetas, Willy Sabor y “un año más que se va…”, veo esa secuencia repetida
15 veces seguidas y siento que algo pasa en mi interior, algo me duele, una herida
se abre, algo sangra, mi alma, quizás.
Estoy solo en el
living, mi mamá se fue a acostar, mi hermana, también, todas las luces están
apagadas, pero la televisión permanece encendida.
“Un año más, que se va,
un año más, cuántos se
han ido.
Un año más, que más da,
cuántos se han ido ya”
En el 13 pasan una presentación
antigua de Tommy Rey en Viña. Frases como “que más da” o “cuántos se han ido ya”,
no son nada alegres. Y después no cambia mucho la canción, Tommy sigue
martillando con ideas bien oscuras:
“Un año más, qué más
da,
si has gozado también
has sufrido,
si has llorado también
has reído,
Un año más, qué más da,
cuántos se han ido ya”
Puede que Un año más
sea la canción más triste jamás escrita en Chile, uno la baila sonriendo en
matrimonios y fiestas de fin de año, pero si te detienes un poco en la letra
resulta evidente que la persona que la escribió no lo estaba pasando muy bien,
esa persona, probablemente, odiaba los años nuevos. Es curioso eso, que la
canción ícono del hueveo en Chile esté compuesta en base a una dosis letal de
ironía y cinismo.
Apago la televisión,
que esta vez me dejó en un estado de profunda melancolía. Por suerte, en la
mesa me espera un pack de libros, de esos que le suben el ánimo a cualquiera.
Empiezo por Trópico de Capricornio, “No había nada que deseara hacer que no
pudiese igualmente dejar de hacer. Incluso de niño, cuando no me faltaba nada,
deseaba morir: quería rendirme porque luchar carecía de sentido para mí”. Puede
que Henry Miller no sea la mejor opción esta vez, la televisión abierta me dejó
algo dañado, ando un poco frágil, necesito algo más liviano. Tomo otro libro al
azar, El Arte y La Muerte de Artaud, “¿Quién en el seno de ciertas angustias,
en el fondo de algunos sueños, no conoció la muerte como una sensación
destructora y maravillosa con la que nada puede compararse en el orden del
espíritu? Esa angustia que se acerca y se aleja, cada vez más grande, cada vez
más pesada… una suerte de ventosa pegada al alma, cuya aspereza corre hasta los
últimos límites de lo sensible. Y el alma ni siquiera posee el recurso de
quebrarse… La muerte no se satisface con tanta facilidad”. Pensándolo mejor, es
posible que Artaud tampoco sea opción esta noche.
Quizás, lo mejor sea
seguir el ejemplo de mi madre y acostarse temprano porque después de los fuegos
artificiales mi casa vuelve a quedar oscura y en la calle solo se ve la luz de
las sirenas de los pacos que pasan cada tanto y el único sonido que escucho es
el de un bajo muy lejano y un coro de voces cantando Un año más, mientras me
lavo los dientes, un año más, mientras me pongo pijama, un año más, mientras me
meto a la cama.